En uno de sus viajes que tuvo la mala idea
de hacer no sé con qué objeto
la Verdad sobre la tierra,
oyó de un espejo amigo sentidas y amargas quejas.
“¿De qué me sirve -decía-
que, fiel a tus advertencias,
repita forma y colores con semejanza perfecta,
lo mismo al pobre mendigo
y al que nada en la opulencia,
al labrador y al herrero
como a los reyes y reinas,
y diga la verdad pura
sin rodeos ni cautelas?
Vanse de mí satisfechos, aunque increíble parezca,
igualmente los hermosos que los de horrible presencia.
Digo a un viejo: “esa peluca se ve desde media legua”
y él va muy hueco pensando
“nadie que es peluca acierta”.
Pónese el chato narices, otro va y se las cercena,
el gordo se quita carnes, el que es flaco las aumenta.
Multiplícase el pequeño,
el que es muy alto se resta,
y, en fin, a ninguno he oído:
“¡Qué feo soy!” o “¡Qué fea!”.
Si algún remedio eficaz no buscas de esta epidemia,
teme que tu santo imperio del mundo desaparezca.”
“No, respondió la Verdad con la faz grave y serena,
mi dominación es justa y será por eso eterna.
Si tal vez por excepción se sustrae el hombre a ella,
esta excepción que te irrita casos hay en que aprovecha.
Di: ¿si sordo el amor propio a tus verdades no fuera,
cómo se consolarían los horribles y las feas?
¿Qué mal hay si va una joven,
muy erguida y satisfecha,
su fealdad ostentado
como si fuera belleza?
¡Es ridícula! ¿Qué importa siempre que dichosa sea?
Abunda la vanidad porque el mérito escasea,
y en paz vive cada cual ignorando su miseria.”
«
Al ver un ente risible
que hueco se pavonea,
más vano por sus defectos
que otros hay con sus bellezas,
los sabios de brocha gorda
el absurdo cacarean,
y el hombre bueno y prudente
bendice a la Providencia.
Concepción Arenal. España (1820-1893)